La ruptura amorosa es probablemente una de las más doloras experiencias por las que atraviesa un ser humano. Se manifiesta como un proceso de duelo sin que haya ocurrido muerte alguna. El cierre de la pérdida se presenta como algo aparentemente imposible, quien amamos ya no está pero está más presente ahora en su ausencia. Los recuerdos atormentan, la desazón se apropia del alma, hay furia, rencor, odio y a la vez nostalgia y cariño. Parece que despertaremos y todo seguirá como antes, pero no es así y todo, todo me recuerda a ella/él.
El dolor mezclado con la furia, la angustia y el cariño se deposita en el alma, rebalsa proliferando en todo el cuerpo. Mi cuerpo está resentido, no duerme, no se alimenta, no se cuida. La mente repasa una y otra vez lo que ocurrió, lo que no se debió hacer, lo que ella/él hizo, lo que debió hacer. Inocentemente emergen pensamientos irracionales, me achaco la ruptura, me tranquiliza encontrar explicaciones que luego me hunden en un pozo infinito al comprobar que a pesar de ellas sigo viviendo su ausencia. Nada me reconforta.
El cerebro acongojado, como al inicio de la relación comanda la segregación de sustancias que incrementan las sensaciones de nostalgia y ansia. Indudablemente, como los adictos a drogas, la persona sufre un tormentoso síndrome de abstinencia. De la esperanza (“llamará como antes”) se pasa a la desesperación (“se fue llevándose todo de mí”). Las lágrimas pretenden rodear al doliente de un océano para que nadando en él, huya de la soledad lastimera en la que se encuentra.
Así es, jamás habrá otra ocasión en que la persona se sentirá tan desolada. Inconsolable, porque nadie se puede poner en su lugar, es más, no faltarán las personas que en su afán de compasión señalarán las ventajas de la ruptura y otras tratarán de alegrarle la vida con frases ingenuas: “es lo mejor que te pudo pasar”, “pronto llegará tu amor verdadero”. El dolor clama por la muerte que se anuncia en cada esquina de cualquier lugar: todo ha perdido sentido.
Ella/él se llevó todo lo que le fue entregado, incluyendo los sueños y los planes conjuntos. Es difícil aceptar, más aún si la persona que queda sigue amando. Tan difícil es comprender que el amor es una construcción entre dos, basta que uno la abandone para que se rompa. Se debe asumir que nunca podremos ser uno, el amor es cosa de los individuos, es singular, egoísta, es cada quien aportando al vínculo. La metáfora de Platón adquiere sentido, un día fuimos un solo ser hasta que fuimos divididos para buscar inútilmente la integración; jamás dejamos de ser uno y otro, la simbiosis es una ilusión. Las parejas anonadas por los sentimientos de fusión aprenden a pensar y sentir por el otro, al grado de creer que saben más que el propio dueño de su vida. El “¿qué estará haciendo?”, se transforma en “seguro que está haciendo tal cosa”. Aprendemos a predecir el comportamiento de quien amamos, la compenetración conlleva al incremento de la intuición al grado que la pareja cree que desarrolló prodigiosas coincidencias. Cuando la relación se quiebra, durante un buen tiempo se mantienen esas creencias absurdas, las cuales conllevan a la creación de eventos imaginarios que pueden tomarse como verídicos, por ejemplo: “seguramente la está pasando bien con su ex enamorado”, “¡Ah!, claro cómo no lo vi antes, ahora sí está con esa amiga que tanto nos envidiaba”, o tal vez: “¿qué hará sin mí, seguramente dejará todo lo que comenzó”, etc.
No es lo mismo el sentirse rechazado a rechazar. Quedarse amando puede derivar en depresión o estrés agudo que con el tiempo se forjará como estrés post traumático. Quien decide romper la relación porque ésta no tiene futuro o porque la persona amada no merece la vida que el amante puede ofrecer, es la ruptura por amor, en este caso el proceso de dolor es menos traumático que el primero porque hay una compensación por la benevolencia de la decisión tomada.
Desilusionarse o decepcionarse debido a la violencia, mentira, infidelidad y otras acciones desleales para la relación, conllevan la experiencia de colisión, porque como un choque una especie de terremoto inesperado destruyó aquello que parecía ser tan firme. El duelo en estos casos será más intenso, más traumático y más difícil de resolverse, porque todo aparentemente estaba bien.
Tampoco es lo mismo una ruptura durante el enamoramiento, el noviazgo o el matrimonio. En el enamoramiento la ruptura se produce antes de comenzar la relación, la persona ha sido despechada: la sensación de rechazo es intensa y la desilusión profunda. Durante el noviazgo el corazón se rompe junto a los planes y a las experiencias gratas de los encuentros románticos, la reparación dependerá del grado de intimidad, inversión y planes conjuntos. Durante el matrimonio, el divorcio es una experiencia tremendamente dolorosa, no solamente se rompe el lazo amoroso, también el matrimonio y la familia, de ahí que la superación del duelo conlleve varios años.
El tormento se ahonda hasta que paulatinamente se transforma en furia, “¿con qué derecho me hizo eso?”. Curiosamente a mayor pasión, mayor será la intensidad del odio. Algunas personas no son capaces de controlar el ímpetu de la rabia y pueden pasar a la acción, destruyendo la vida de quien amaron, difamándolo o rebelando secretos que solo el doliente conocía. En los peores casos la furia arroja a la persona al asesinato.
En otros casos, la furia es inadmisible, por lo que se la transforma en culpa. La culpa no es otra cosa que la rabia introyectada, en lugar de dirigirla a la persona que produce odio la persona la dirige hacia sí misma. Se insulta, se achaca los motivos de la ruptura, en fin, llega a odiarse a sí misma, por lo que no es extraño que se deprima como consecuencia del castigo que merece. En casos extremos puede suicidarse.
La ruptura nos confronta obligatoriamente con la soledad y el abandono, las peores experiencias que vivimos de niños, quienes no recibieron protección y consuelo durante sus experiencias de pérdida infantiles, tendrán inmensas dificultades en afrontar la ruptura. Por ello recurrirán a medidas extremas de manipulación para evitar el desamparo. Por un lado estarán quienes amenacen con hacer daño para generar miedo y los que se lastimen a sí mismos para provocar culpa. Las personas más inestables pueden llegar a matar o matarse.
En el caso de las personas normales (gracias a Dios, la mayoría), la experiencia de pérdida amorosa seguirá un curso por etapas hasta llegar a la resolución de la experiencia. Así de la etapa de la protesta ceñida por la furia seguirá la resignación anegada en la melancolía. Cuando se agotaron las posibilidades de la reconciliación, la esperanza deja su lugar a la desazón, “¿cómo pudo pasar?”. Y más allá de las explicaciones la persona siente el vacío que dejó quien se fue, no queda otra que aceptar la ruptura.
La aceptación sume a la persona en un estado de tristeza y melancolía. Pena por la muerte de la relación, melancolía por todo el amor que se depositó en el otro. Pablo Neruda inmortalizó ese momento crítico de la resignación en su poema veinte, comienza: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche…” y acaba: “Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo”.
La desolación y la melancolía requieren un tiempo para estrujar hasta la última gota de sufrimiento de la persona. La ecuación es simple: a mayor intensidad del amor, mayor será el tiempo y la persistencia del dolor. Hasta que se puedan abrir los ojos para volver a contemplar la vida. La salida del dolor se hace manteniendo los recuerdos buenos de lo vivido con quien se fue, sintiendo gratitud por ello, siendo capaz de colocar al rencor en el lugar que debe estar sin necesidad que invada las experiencias positivas, se aclaran los niveles de responsabilidad y se puede decir el nombre de la persona que se amó sin sentir culpa ni odio.
Es muy difícil por no decir imposible, que luego de una relación romántica intensa y una ruptura traumática, los que fueron amantes puedan ser amigos. Lo usual es que se aparten sus vidas para siempre, salvo que estén divorciados y tengan hijos, situación que perjudica el alejamiento total, es que los padres jamás podrán divorciarse, se separan los amantes.
Para procesar el duelo no existe una estrategia universal, cada persona en función a su forma de ser, su historia de afecto familiar, el estilo de apego y la historia de la relación establecerá su propia estrategia para resolver la pérdida.
Se pueden señalar algunas pautas generales. La principal: asumir la pérdida, que es lo mismo que aceptar la soledad. Para ello es imprescindible reconocer las emociones que surgen en el camino del dolor, nombrarlas, expresarlas aunque la persona que se fue no las escuche: “Me da rabia…”, “Me entristece…”. “Extraño esto y aquello”, etcétera.
Vale la pena buscar consuelo aun sabiendo que no recibiremos comprensión. El mejor refugio es el abrazo silencioso. Se debe evitar al alcohol que profundiza la tristeza, corriendo el riesgo de transformarla en depresión. Tampoco se debe buscar una nueva pareja inmediatamente después de la ruptura, será un craso error, es imposible abrir algo nuevo si no se cerró lo viejo. Confundirá la urgencia de protección con sentimientos de enamoramiento.
Es importante la búsqueda de sentido espiritual, acercarse a Dios, orar para conseguir la protección divina. Algunas personas hacen lo contrario, se alejan de Él, y aún peor, rompen su vínculo religioso.
Y si a pesar de todo, el duelo se ahonda o se detiene, vale la pena buscar ayuda psicoterapéutica, es imprescindible que se cerciore que el/la profesional es especialista en el manejo de las relaciones de pareja y que coincide con sus valores y moral.