Parejas en Colusión

Por: Bismarck Pinto Tapia[1]

 

Donde lo deba yo poner
mi corazón no ha de querer.
Cuando le diga yo que sí,
dirá que no, contrario a mí.
Bravo león, mi corazón
tiene apetitos, no razón.

Alfonsina Storni

 

La colusión es una forma de relación conyugal en contra de un tercero (terapeuta, hijo, etc.) en la cual se produce “un juego conjunto no confesado, oculto recíprocamente, de dos o más compañeros a causa de un conflicto fundamental similar no superado” (Willi, 1993, pág. 67). Esta ligazón produce un aferramiento diádico en los miembros de la pareja, cada uno espera que el otro le libere de su propio conflicto, sin embargo la simbiosis fracasa en su intento de resolver las cuestiones afectivas infantiles pendientes.

Esta manera de vinculación propicia el desarrollo de juegos de poder entre los miembros de la pareja, la consecuencia es la imposibilidad de mantenerse juntos, cuando se unen se asfixian y cuando se separan se extrañan. Al estar juntos temen perderse en la relación, por lo cual se distancian, pero al alejarse se sienten abandonados, por lo que vuelven a buscarse (Pinto, 2005).

Ambos han construido una relación simbiótica, una fusión de interdependencia afectiva (Goethals, 1973). Temen a las crisis por lo que congelan su relación en una fusión vincular estática, excluyen al mundo y limitan su independencia individual (Cárdenas y Ortiz, 2005). Buscan la terapia para mantener el equilibrio, pero al reconocer que se cuestionan sus esquemas rígidos producen una colusión como forma de resistencia diádica (Karlsson, 2004).

No es necesario recurrir a las especulaciones de la teoría psicoanalítica para comprender el fenómeno de la resistencia. La resistencia al cambio es una expresión de todos los sistemas cuando se amenaza la homeostasis. Concretamente, aparecerá cada vez que las circunstancias requieran que las personas modifiquen su comportamiento habitual, salvo que una prueba indiscutible les demuestre que modificar el sistema será beneficioso (Anderson y Stewart, 1983).

La resistencia no es responsabilidad del paciente, es producto de las interacciones en el contexto terapéutico. La resistencia es el conjunto de conductas del sistema terapéutico que interactúan para frustrar el alcance de objetivos de los pacientes. Debe quedar claro que el sistema terapéutico comprende a los pacientes, al terapeuta y al contexto en el cual se desarrolla la psicoterapia. La resistencia es más poderosa cuando aparece sinérgicamente en los tres componentes del sistema terapéutico (Anderson y Stewart, ob.cit.).

La psicoterapia pone en riesgo la estabilidad del vínculo inmaduro que ha establecido la pareja, por lo que los cónyuges se alían en contra del terapeuta. De ahí que utilicemos el término colusión, según la Real Academia de la Lengua Española (22ª edición), significa “pacto ilícito en daño de tercero”.

Si la pareja en colusión tiene hijos, alguno o varios de ellos están triangulados. La inestabilidad de las díadas produce triángulos relacionales (Guerin, Fogarty, Fay y Kautto, 1996). Nos referimos a una triangulación cuando una relación diádica henchida de conflictos se expande para incluir a un tercero (hijo, amante, terapeuta, etc.), lo que determina el encubrimiento o la aparente desactivación del conflicto (Simon, Stierlin y Wyne, 2002).

Cuando se tienen carencias afectivas infantiles, las personas tienden a buscar una pareja que pueda corregir ese desarrollo defectuoso (Framo, 1996). Desde la perspectiva psicodinámica, las relaciones amorosas se relacionan con las experiencias que la persona ha tenido con sus padres (Jara, 2005).

La propuesta sistémica amplía la visión psicoanalítica centrada en las vinculaciones edípicas (Caruso, 1996; Culow, 2011), hacia la identificación de los juegos conyugales determinantes de la anulación o la utilización de los hijos en la lucha de poder (Linares y Campo, 2000).

Alrededor de 1951 Bell descubre que los problemas de sus pacientes se relacionaban con la historia familiar. Idea que fue reforzada por el trabajo de Midelfort con las familias de sus pacientes psicóticos en 1967. Sin embargo, el primero en trabajar con familias usando un espejo unidireccional fue Fulweiler en 1953, convencido de la influencia de las relaciones familiares en el desarrollo de síntomas de sus pacientes. (Bertrando y Toffaneti, 2004).

Fue Bowen (1998) quien observó que era posible gestar una masa indiferenciada del yo familiar, concomitante con la dificultad de individuación de los hijos. Identifica la influencia de la historia familiar en el desarrollo de los trastornos mentales, los comprende como resultado de un proceso multigeneracional, es decir dependiente de los juegos entre los abuelos y los hijos que influenciarán negativamente en el desarrollo personal de los nietos (Bowen, 1978).

Las relaciones amorosas se construyen a partir la conformación de prototipos ideales del amor (Averill y Boothroy, 1977; Money, 1980; Baldwin, 1992; Singelis, Choo y Hatfield, 1995, Hendrix, 1997). El ideal es contrastado con la realidad del vínculo, las parejas funcionales son capaces de diferenciar entre lo ideal de lo real y acomodar sus esquemas a los requerimientos de la relación (Willi, 1993).

El propio Willi (1984) identifica una relación entre su perspectiva psicoanalítica y la visión sistémica. Plantea que el lazo amoroso funcional se establece gracias al equilibrio que las personas hacen entre la autoestima personal y el sí mismo mutuo. Comprende pues, que la relación de pareja va más allá del individuo, conformando una nueva entidad vincular.

Este mismo autor desarrolla el principio de demarcación, el cual señala el límite entre los esquemas individuales y los conyugales (Willi, 1982). En la colusión se tiene a dos personas indiferenciadas de sus necesidades infantiles no satisfechas, asumiendo uno una postura progresiva y el otro una regresiva. La posición progresiva hace referencia a la protección complementaria, la regresiva a la dependencia. Ambos miembros de la pareja se turnan en una y otra postura (Willi, 1993).

Para Willi (1993) el dilema conyugal radica en que ninguno de los dos miembros de la pareja podrán satisfacer completamente sus exigencias, lo único que les queda es adecuarse los suficiente para poder sobrevivir como lo hacen todos los seres vivos. La relación de pareja obliga a una continua construcción de la realidad, en el afán de equilibrar el sistema. La felicidad amorosa dependerá de que los esquemas personales sean compatibles con los de la pareja.

En la colusión no es posible la flexibilidad de los esquemas, la demanda se centra en la satisfacción absoluta y taxativa de las necesidades emanadas del ideal amoroso. La colusión trata de un conjunto de defensas que utilizan los amantes para protegerse a sí mismos y preservar el equilibrio diádico. Las manifestaciones más frecuentes son: tardanza en el horario de la consulta, olvido de citas, cancelaciones fuera de plazo, solicitudes de cambio de horarios, incumplimiento con las tareas, problemas con el pago de las consultas (Bagarozzi, 2011).

Andolfi (1995) está convencido de que la relación conyugal activa la historia afectiva con la familia de origen, emergen los juegos de una trama ausente que se enreda con los hilos de la nueva vinculación. La pareja tiene como función el desenredar los hilos ajenos a su propia historia para construir una nueva, reconociendo que la historia del otro es ajena a la propia, comprenderla y utilizarla para el nuevo enredo.

La terapia de pareja trabaja con la relación: la “notrosidad” (Caillé, 1992). Se la define como algo más y diferente que las partes que la componen, es dinámica y producto de la observación, el terapeuta observa y los amantes la viven (Gonzáles, 1995). La vinculación se produce por la integración de dos historias distintas, complejas, vivas y en continua evolución. Cada historia se inserta en una maraña de dinámicas multigeneracionales y de relaciones actuales. Todo ello determina el plan de vida de la pareja, las relaciones con la familia de origen propia y la del cónyuge, los niveles de satisfacción conyugal y el establecimiento de las crisis crónicas y pasajeras (Inclán y Albores, 2007).

La vinculación amorosa se funda en requerimientos emocionales y afectivos provenientes de la historia de cuidado, protección y reconocimiento.

El cuidar implica un compromiso de los padres para hacerse cargo de las necesidades básicas de los hijos (Rochford, 1985, Dozier, 2005). El objetivo de cuidarlos es que con el tiempo puedan valerse por sí mismos. Lamb y Ahnert (2006) estudiaron con profundidad los efectos de la ausencia de cuidados, encontrando que el impacto es devastador en los procesos de socialización y la comprensión de normas.

Por otra parte, los efectos de la protección se evidencian en el desarrollo de sistemas de apego inseguros (Howe, 2003), los cuales definirán la capacidad de establecer vínculos amorosos íntimos y duraderos. El apego seguro promueve la posibilidad de confiar e intimar tiernamente en la relación de pareja (Mikulincer, 2006). Por otra parte, el estilo de apego huidizo predice la mayor probabilidad a establecer vínculos amorosos extramaritales (Beaulieu-Pelletier, Philippe, Lecours y Coutre, 2011).

Finalmente, el reconocimiento o legitimación, permiten a la persona acceder a una identidad plena (Maturana, 1997; Linares y Campo, 2000, Linares, 2012). La conformación de la existencia del otro, obliga al desprendimiento de las expectativas personales. En el amor de los padres es imprescindible para promover la desvinculación (Cancrini y La Rosa, 1996), y en la relación de pareja para consolidar el amor.

Los déficits en cualquiera de los tres factores mencionados, establecen dificultades para amar, las necesidades nutritivas afectivas están incompletas, por lo que se busca cuidados, protección y valoración (Pinto, 2011).

El enamoramiento es producto de tres factores: atracción sexual (Fisher, 2004; Grammer, Fink y Neave, 2008), intimidad tierna (Morris, 1982; Brumbaugh y Fraley, 2006) y compatibilidad de la personalidad (Kelly y Conley, 1987; Campbell, 2009). El mantenimiento del vínculo amoroso recae sobre la activación del apego, responsable de la intimidad tierna ( Feeney y Noller, 2004).

Las parejas en colusión están conformadas por personas que no son capaces de un enamoramiento pleno, temen a la intimidad como en el caso de las personalidades narcisistas. Sienten terror ante la posibilidad de ser abandonadas, como sucede en las personalidades limítrofes. Evitan cualquier tipo de vinculación emocional, en el caso de las personalidades esquizoides (Pinto, 2011).

El amor maduro requiere del encuentro de personas completas (Gikovate, 1996), capaces de disfrutar de su relación, construir espacios comunes y planificar la vida en común. El amor no hace feliz al otro, sino que el otro se constituye en testigo de nuestra felicidad, nos acompaña y hace lo posible por comprendernos. El amor no completa, complementa (Hendrix, 1997).

Las personas radicalmente egoístas se preguntan sobre los riesgos de abandonarse a sí mismo, quieren ser exclusivos, idolatrados y mejorar su ego en las relaciones amorosas. Quienes tienden a la generosidad extrema, esperan cuidar y ser cuidados, recibir la entrega plena e incondicional del otro. (Willi, 1993).

Las parejas conformadas por alguien que necesita sentirse poderoso buscan mantener a su cónyuge dominados y sometidos a su voluntad, sentirá que es amado si recibe obediencia. Quienes tienen problemas con su identidad sexual procurarán relaciones donde se asegure la reafirmación de su masculinidad o feminidad. (Willi, ob.cit.).

Elkaïm (1995) elabora un modelo para la relación conyugal fundamentado en la organización de mapas mentales. Propone que las relaciones amorosas se organizan a partir de las expectativas desarrolladas en experiencias anteriores, principalmente las infantiles. Es así que explicitamos una expectativa cuando en realidad responde a un esquema taxativo. Denomina “programa oficial” a la demanda explícita de cada miembro de la pareja, y “mapa del mundo” a la creencia elaborada en el pasado.

Según Kernberg (1998) para la forja de una relación sexual funcional, son indispensables cuatro factores:

  • Identidad sexual: la realización de la identificación sexual como varón o mujer.
  • Identidad del rol genérico: la coincidencia entre la identidad sexual con el comportamiento masculino o femenino aceptados socialmente.
  • Definición de la dimensión erótica: orientación heterosexual, homosexual o bisexual.
  • Intensidad del deseo sexual: dominio del placer sexual y las actitudes hacia la sexualidad.

Si añadimos a los requerimientos de la ternura los parámetros arriba mencionados, podemos comprender que la colusión se producirá en el seno de relaciones inmaduras afectiva y sexualmente. Los programas oficiales buscan la confirmación o descalificación de mapas del mundo configurados a partir de carencias afectivas y/o del desarrollo sexual.

Podemos expresar lo dicho hasta acá en la siguiente hipótesis: “las expectativas no satisfechas en nuestras relaciones infantiles –principalmente con nuestros padres- definen las demandas en nuestras relaciones amorosas de pareja” (Pinto, 2011).

La terapia de pareja es compleja por sí misma (Wishman, Dixon y Johnson, 1997; Anker, Owen, Duncan y Sparks, 2010), debido a los riesgos de alianza entre el terapeuta y alguno de los miembros de la pareja (Friedlanderm, Escudero, Heatherington y Diamond, 2011), la dificultad en definir los criterios de eficacia y eficiencia (Barbato y DÁvanzo, 2008), los riesgos del desarrollo de trastornos psicológicos posteriores a la separación, la definición de las técnicas específicas que producen el cambio en la relación y la integración de modelos (Snyden y Haldford, 2012).

 


 

Referencias

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¹ Doctor en Psicología por la Universidad de Granada (España)

Magíster en Psicología de la Salud por la Universidad Católica Boliviana San Pablo (La Paz-Bolivia)

Director del Instituto de Investigaciones en Ciencias del Comportamiento de la Universidad Católica Boliviana San Pablo

Psicoterapeuta del Instituto Boliviano de Terapia Familiar

Contacto: bpintot@ucb.edu.bo

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